Realmente, sólo quería estar lo más cerca posible de ella para alcanzar a oler su cabello. Lo de tomarla de los hombros, besarle el cuello y morderle quedito las orejas, eso ya fue mera fantasía.
¿Cómo lograr decirle algo? Cualquier cosa, “Hola ¿Cómo te va? ¿Cuál es tu color favorito? ¿Te gusta el elote tatemado o nada más cocido? ¿Quieres ir un día de estos por una Chaska, sentarnos en una banca de la Exedra y hablar de literatura?” Pero, creo que al tenerla cerca, mis nervios me traicionan gacho, cuando comienzo a sentir cómo se me suben los colores concentrándose en los cachetes y estos a su vez se contraen formándome una mueca medio estúpida, me suda la mano izquierda mientras la derecha tamborilea con mi pluma. La respiración se vuelve corta, rápida y el pulso se agita, retumba.
Hoy, se sentó a mi lado, porque no le quedaba de otra y porque mi caballerosidad ocasional la invitó a ocupar la última bendita silla.
Pasaba a cada rato su delegada mano entre su melena negra azabache y también se movía mucho, como impaciente toda la hermosa de ella.
Mientras yo, por mi cuenta, comprobaba discretamente, si aún olía aunque sea un poco a aquel perfume que recién compré.
Preguntas, como enfadosas moscas, me rondaban la cabeza.
¿Se moverá de ese modo gracias a algún buen efecto que le provoca el Hugo Boss del pasaje Juárez que traigo puesto? ¿Sentirá acaso, aunque sea un poco, de esa atracción química-cachonda? ¿Pensará que la veo demasiado, que hasta cuando se voltea y me da la espalda no puedo dejar de mirar su bonito pelo? ¿La incomodaré y sentirá que soy un cachondo y que ando bien erizo?
Por mi parte, juro que sólo intentaba acercarme un poquito hasta lograr alcanzar a oler el aroma de su pelo. Lo demás, fue pura fantasía.
Fernando Escobar.
* Un juego de paciencia (Meredith Frampton, 1937).
Jajajajaja, ¡bien erizo! Me encantó.
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